*Paúl Hermann
La mayoría de los seres humanos de estos
tiempos somos sobrevivientes de una curva
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
¡RING! ¡RING! ¡RING!, sonó el teléfono como en canción de Sabina. «¡Mierda!», suspiré de mala gana, le entregué al Williamns el pitillo de marihuana y me levanté a contestarlo.
—¡Aló! ¡Mi amor! —era desde su trabajo, al otro lado de la ciudad, Augusta mi novia.
—¡Aló! ¡Vida! —le contesté, y aguardé, callado, a que me pidiera lo que viene pidiéndome todas las noches desde que un tipo al que no puede describir pero que imagino indio, de un metro sesenta y piernas arqueadas como el mango de un alicate, le robó la cartera e intentó arrastrarla, para violarla, hacia los arbustos que crecen a la orilla de la interminable pendiente que comunica a nuestro barrio con la carretera.
—Ahorita salgo ¿Podrías bajar a buscarme en media hora?
—¡Tch!, mi amor, ¡está lloviendo! —chasqueé la lengua. Traté de persuadirla a que subiera sola a cambio de esperarla con un plato de espaguetti y una copa de vino.
—Está bien —accedió. Pero como su está bien resonó en mis oídos con eco de que hijoputa eres y el Williamns aguardaba a que terminara de hablar envuelto en bufanda, terminé por decirle que bueno, te espero pero no tardes.
Bajamos conversando a gritos, repitiendo incesantemente: «¡Qué rico!» y riéndonos con la desesperación con que ríen los bebes cuando sus madres, sin saber que pueden volverlos locos, les rascan ¡agú! ¡agú! ¡agú!, las cada vez más amoratadas plantas de los pies.
Cuando el Williamns hubo abordado un autobús en movimiento, encendí un Marlboro y me senté a esperar, en uno de los escalones del paso peatonal, a que Augusta llegara.
«¿Y a éste qué le pasa?», escuché que decía alguna mujer abrazándose a su novio, guareciéndose bajo el puente. Y con razón, pues si bien no la sentía, la lluvia había adquirido forma de tornado y la niebla espesaba y descendía… ¡¡¡Bruuum!!!, como rayos…
La primera media hora, la esperé reflexionando sobre lo intolerante que hasta entonces había sido, prometiéndole a Dios o al Diablo, ¡lo juro!, comportarme mejor, pero cuando me quedé sin cigarrillos, empecé a desesperarme y a imaginarla al interior de un auto aparcado, chupándole el falo a algún imbécil que bien podía ser un compañero de oficina.
Entonces la vi -al otro lado del farol y entre la niebla- acercarse a la escalinata donde la esperaba, con la lentitud que se requiere para inventar una disculpa o recordar o ensayar lo que se ha pensado se va a decir.
—Mi amor —me dijo al llegar con la ternura con que en los funerales se dan palmaditas en la espalda —solo vine a decirte que no me esperes… el autobús en el que venía se estrelló en la curva.
A lo lejos, escuché las luces de una ambulancia…
Tomado del libro Puntos de fuga
con el debido permiso del autor.
*Paúl Hermann, Quito 1973. Escritor, periodista y catedrático universitario.