Narrativa

Las cabezas bien pensantes

Elena y Lola
Imagen tomada de Google

Nadie ha sufrido en este mundo como ha sufrido Lola. Quizá sólo la reina María Antonieta, a la que nunca conocí, pero a la que nunca olvido. La comparación es válida: dos bellezas, dos juguetonas martirizadas. En verdad no encuentro otro ejemplo mejor en la Historia a pesar de que la Historia está llena de mártires, pero no eran coquetas. Lola no es rubia como la reina, Lola es morena. Tampoco tiene palacios, escalinatas, bailes ni trajes de seda. Lola sólo tiene un gabán viejo. Pero Lola como María Antonieta ama el campo y ama correr sobre los prados, eso las vuelve parecidas y el sufrimiento las iguala.
       Para darle alguna esperanza y privarla del miedo, alquilé un estudio amueblado en un edificio elegante… sólo por unos días. Es necesario abrir una bahía en la tormenta de tinieblas que cruzamos. Los muebles del estudio están forrados con sarga de color ladrillo, tienen patas de hierro negro y no son muy acogedores. Sin embargo, después de los hostales de duelas astilladas la limpieza que nos rodea ¡nos deslumbra! El lujo es la limpieza. En el ascensor encontramos a libertadores de pueblos, a generales extranjeros y a algunos artistas. Claro que ninguno sabe que aquí mismo vive Lola.
       Lola nunca se queja. Calla y me mira con sus enormes ojos de Minerva. Una Minerva melancólica, pasada de moda. Una Minerva pateada hasta hacerla vomitar sangre. Es la suerte que corren las Minervas en nuestros ilustres días ilustrados. Olimpia está enterrada bajo siete capas de tierra que tratan inútilmente de remover los ingleses, ¡siempre originales! Atenas son unas cuantas columnas. Las cabezas de Minerva están encerradas en vitrinas internacionales, aisladas, para que el pueblo las contemple, pero que no sufra el contagio. Minerva, por su parte, siempre fue lista y lleva un casco para proteger su cabeza de «las cabezas bien pensantes». Minerva nunca sale en los periódicos y los venteros la detestan. Por eso, cuando descubren a los ojos de Lola los ojos de Minerva dentro de los muros sucios de sus ventas, ¡la patean! Lola lo acepta, sabe que su presencia como la de Minerva es siempre clandestina.
       Petrouchka también ha recibido muchos golpes y se ha convertido en un cobarde: no se baña, no se peina y sus cabellos rubios están apelmazados. Tiene mucho miedo y al menor ruido en el pasillo trata de meterse en el armario. En este estudio el armario es muy pequeño y Petrouchka debe encogerse y no respirar si entra algún criado. Sin embargo, Petrouchka es un loco y sufre de ataques de furia y entonces hace un ruido espantoso y todas sus anteriores precauciones resultan ¡vanas! Lola se esconde detrás de la puerta de baño. Tenemos un cuarto de baño para nosotros cuatro y estamos agradablemente sorprendidos. Lola es muy lista y guarda un silencio absoluto, se parece mucho a Minerva, la Diosa de la Razón, de la que sólo hallamos huellas en las odas y en Lola. En el estudio se goza de silencio, otro lujo olvidado. Las duelas brillan y casi podemos vernos reflejados en ellas, pero los cuatro sabemos que esto no es permanente, es sólo por unos días. ¿Y después? No hay «después» ni hay «antes» para las personas marginadas, como se dice ahora. En nuestros días las Minervas son siempre «personas desplazadas», otro término muy a la moda.
       La pulcritud de Lola es impecable. Yo la admiro, ¡tan pobre y tan cuidada! He notado que las arrugas de su hermoso rostro se han suavizado en el estudio y que sus pies y sus manos brillan. Ahora me está mirando Lola, me mira Minerva. La veo y descubro que tiene una aureola de color verde lunar y que también lleva una corona, lo que indica que ha ganado un lugar en el cielo y la gloria infortunada de una reina en esta tierra. ¿Quién más infortunada que una reina marginada? ¿Quién más infortunada que María Antonieta? Y ¿quién más traicionada que la diosa Minerva? ¡Su existencia es ilegal! Nadie le dará documentos de identificación, ni trabajo, ni trato de persona. Los descalzonados que tomaron tu nombre, Minerva, inventaron la ilegalidad de tu persona. También te encerraron como una antigualla en las vitrinas ¡y de allí no saldrás jamás! Al menos eso opinan «las cabezas bien pensantes».
       —Lola, la Libertad exige que no tengas libertad. Lo sabes porque conoces los tres tiempos que forman un solo tiempo. Me recuerdas también a Cleopatra, ¡otra infortunada! También tú la recuerdas y eso te sostiene y no reniegas de tus ojos y por ello cada vez que te descubren te dan una paliza ¡y nos echan! No podemos ir a la comisaría, aunque es el tiempo de los comisarios, porque tú, Lola, no existes. Así lo decretaron «las cabezas bien pensantes» que vigilan con celo la libertad de los pueblos. Además las aureolas y las coronas han sido decretadas enemigas públicas de los Derechos del Hombre. La dificultad reside en que para gozar de los Derechos hay que ser Hombre. Y ser Hombre es algo así como ser diputado por lo menos y como no eres diputado, Lola, no tienes ningún Derecho.
       En cambio los demás gozan del legítimo Derecho de insultarte, patearte, echarte a la calle o llevarte a cualquier comisaría. «Las cabezas bien pensantes» han legalizado el insulto, las palizas y las comisarías para las Minervas. ¡Así es la vida, Lola, incomprensible! Sobre todo si recuerdas cuántas leyes y cuánta justicia se ha inventado en tu nombre, ¡Minerva! Pero la vida no se parece a la vida de la que hablan «las cabezas bien pensantes», una vida: ¡justa y justiciera! Por eso «las cabezas bien pensantes» gozan de todos los Derechos del Hombre y tienen muchísimo más poder que todas las cámaras de diputados juntas. ¡Son la Quinta Columna del Poder! Así lo anuncian en los kioscos de los diarios. Tu vida misma, Lola, es un delito.
       «Lo que no existe en el Juicio no existe en ninguna parte», reza algún código y como tú no existes, Lola, en ese juicio, pues no existes, aunque el juicio exista. Te confieso, Lola, que ignoro cuál es el juicio. Pero ¿cómo escapar al juicio Omnipotente de «las cabezas bien pensantes»? Lo ignoro, Lola… ¿y si hubieras escapado ya por esa rendija verde que atraviesa a la noche y te hubieras alejado para siempre de este juicio, para llegar al otro juicio que no es popular y al que nadie solicita? Es el juicio de los marginados…
       ¡Lola!, me parece que ahora me miras desde un rincón flotante envuelto en vapores luminosos. Te veo con claridad, tienes dos alas verdes de mariposa y estás sentada a los pies de una Virgen. ¡Es la de los Dolores, tu patrona! Eso de Lola confunde. Tu aureola brilla como un sol lunar y en tu corona relampaguean todas las hojas tiernas de los jardines por los que no corriste. Te veo radiante. Para ti, para nosotros, terminaron «las cabezas bien pensantes» justas y justicieras, así como sus muy famosos Derechos del Hombre. Para nosotros ya no corre la tinta, ese líquido inventado para dibujar mariposas, vuelos de cigüeñas y ojos de gacelas. Sin embargo, «las cabezas bien pensantes» la convirtieron en «tinta funcional» y un día pidieron por escrito el Decreto de Muerte para las mariposas. En seguida se organizaron los pelotones de fusilamiento y las mariposas fueron llevadas al amanecer a los paredones de ejecución o a las tapias de los cementerios municipales para ser fusiladas, no sin antes haber cavado sus propias fosas. Así, castigaron a esas ladronas de polen que arruinaban la Economía del Estado.
       Un poco más tarde notaron que los ojos de las gacelas eran prejuicios populares, por aquello «Del Mal de Ojo». Y pidieron un decreto para su exterminio. Se prepararon los rifles Winchester. «¡Apuntar a los ojos!», escribieron «las cabezas bien pensantes», y los tiradores apuntaron. En seguida se organizó un Congreso Internacional para hacer el recuento del éxito obtenido en la operación para cegar a las gacelas y el prejuicio «Del Mal de Ojo» quedó extirpado en el mundo occidental.
       «Las cabezas bien pensantes», siempre alertas, se preocuparon con las cigüeñas. ¿Cómo es posible que esos bichos de patas y pico largo pretendan traer a los niños envueltos en un pañal? «Las cigüeñas son las enemigas del Coito». «Hay que salvar al pene. El hombre occidental está frustrado desde su más tierna infancia», gritaron. Surgió entonces la controversia entre el clítoris y el pene, pero ambos contrincantes exigieron el Decreto de Muerte a las Cigüeñas. ¿Acaso no hacen caca y estropean los campanarios y las cornisas propiedad del Estado? ¡Las muy ladronas, engañan a los niños y no pagan alquiler! Equipos de expertos efectuaron las redadas de las cigüeñas con gran éxito y los fusilamientos en masa se llevaron a cabo en secreto, para no alarmar a los niños engañados por esas embusteras, que durante tantos años gozaron de una publicidad inmerecida. «Los medios de comunicación han estado en manos equivocadas», dijeron «las cabezas bien pensantes» y, para desmitificar a las cigüeñas, pidieron el derribo de los campanarios y de las cornisas. Ahora, Lola, las fachadas planas de los edificios impedirán el regreso de esas aves embusteras, que tantos daños provocaron en los niños.
       El mundo es muy hermoso, Lola. Lo recuerdo, lo recordamos todos ahora que hemos escapado a sus Decretos. Desde aquí arriba, Lola, contemplamos sus brillantes lagunas, sus bosques, quedan pocos que se hayan escapado al incendio, sus mares espumosos, sus volcanes festivos que regalan increíbles fuegos de artificio y sus pocos ríos que todavía no han logrado ser «apresados». Tú, radiante Lola, nunca más andarás avergonzada por tu viejo gabán, con tus ojos de Minerva bajos, ante las miradas de sospecha de los otros. Ya nunca padecerás el miedo. Estás libre de los golpes y de las comisarías. Has dejado de ser «Lola la Indeseable» para convertirte en Lola la Deseada, Minerva resplandeciente y María Antonieta la Muy Amada Reina…
       Andábamos huyendo Lola de la tinta funcional, entre otras cosas. ¿Lo recuerdas, Lola? Abajo, los kioscos continúan abiertos a pesar de ser las once de la noche. Aquí no hay hora ni hay relojes. Tampoco existen los Decretos ni las guillotinas de las imprentas. Dormiremos sobre las nubes que forman inesperados jardines. Petrouchka juega con las llaves de San Pedro y no permitirá jamás que entre una «cabeza bien pensante». ¡Los pillastres son muy inteligentes! Petrouchka se revuelca alegre y grita, después de tantos años de silencio… ese silencio, Lola, que sólo conocen las Minervas, las reinas y las personas marginadas. Abajo quedaron los venteros leyendo los Decretos y la Justicia Multinacional. También quedaron los multinacionales que gozan de documentos y de pasaportes múltiples, tan respetados por «las cabezas bien pensantes». ¿Recuerdas a los multinacionales? Acostumbraban ocupar las mesas de los bares y los restoranes elegantes. Iban vestidos de mendigos, ¡qué digo!, de dandys modernos. Llevaban los bolsillos repletos de billetes y de documentos de identidad, ¡todos legales! Los multinacionales son todopoderosos y ante ellos se inclinan «las cabezas bien pensantes», los venteros y las maritornes. Lucía les tenía miedo, escapaba nerviosa cuando pasábamos cerca de ellos. Y los multinacionales bebían su café o su whisky y nos sonreían con amabilidad.
       —¡Qué mala suerte, nos han saludado! Prepárate para alguna desdicha —acostumbraba decir Lucía. Y nos mudábamos de hostal para que perdieran nuestras huellas. Todavía ahora escucho su voz aterrada. Es malo ser tan cobarde como Petrouchka. ¿Cuándo perderán ese miedo? Escúchala, Lola.
       —¡Calla, mamá! No hables y trata de que también calle Petrouchka. Acaba de llegar al estudio vecino una «cabeza bien pensante». Escuché cuando descolgó el teléfono para quejarse en la Administración. Dice que hacemos mucho ruido, que violamos los Derechos del Hombre, que él es un Hombre que piensa…
       —¡Apaga la luz, Lucía! ¡Apágala! Si suben nos haremos los dormidos.
       Petrouchka ha huido a encerrarse en el armario. Ya no saldrá de allí en toda la noche. Y Lola, la desdichada Lola, huyó al baño. En su huida dejó caer un vaso y el ruido fue, como gritó «la cabeza bien pensante», como una bomba atómica. «La cabeza» va a llamar a la policía, siempre lo hacen estas «cabezas», me parece que necesita protección, por aquello de las radiaciones…
       —Lola, Lola, has producido una explosión… ¡Y andamos huyendo, Lola!
       Claro que no sabemos de quién huimos, Lola, ni por qué huimos, pero en este tiempo de los Derechos del Hombre y de los Decretos es necesario huir y huir sin tregua, Lola, lo sabes…
       Sobre las duelas brilla tu corona verde, la recogeré temprano, antes de salir a buscar un hostal. Las «cabezas bien pensantes» no suelen hospedarse en los lugares regenteados por sus admiradores…

Elena Garro
Tomado del libro Andamos huyendo Lola
Mardulce Editora, Buenos Aires, Argentina, 2011

Narrativa

La forma geométrica del cuento

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Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento  que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos
—fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson— en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además —y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía— proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: «¿Qué había allí después?». Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que le da la gran fuerza  a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.
Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable.

Julio Cortázar, Clases de literatura
Berkeley, 1980. Primera clase: los caminos de un escritor.
Editorial Debolsillo, 2016.

Narrativa

Y, por favor, miénteme.

Fernando Araújo Vélez*

Escríbeme, como el otro día, que no me tome tan en serio a mí mismo, y explícame de nuevo aquello de que patético no es ridículo pues viene de pathos, de pathos pasión, de pasión padecer. Explícamelo de nuevo con tu letra de antes de la guerra y con tus palabras, no con las de los psiquiatras que te atienden, y cuéntame una vez más cómo fue aquella tarde en la que llegaste a la sublime conclusión de que si te tomabas en serio, tan en serio, si nos tomábamos así, íbamos a tener que matarnos todos de aguda gravedad.

Dime que lo que escribiste entonces aún es cierto, que has preferido contemplar, como los griegos, a invertir; que el futuro ya no te persigue; que los perros y los gatos y los caballos deberían tener tantos derechos sobre el mundo como nosotros los humanos, como tú o como yo; que el mejor amor puede durar sólo 20 días y luego ser un perfecto y cada vez más perfecto recuerdo; que la culpa, las culpas, ya no son puñaladas que te desangran gota a gota, pues tú no puedes ser culpable de ser tan humana, perversa, frágil, bondadosa, arrogante, vanidosa y humilde a la vez.

Envíame una carta, una de esas cartas de sellos y buzón, si es que te dejan salir un rato, porque quiero sentir la ansiedad de aguardar a que llegue el cartero y deje el sobre bajo la puerta de mi casa, como ocurría antes. Quiero que la ansiedad y la espera me lleven al mito, a imaginarte cada una de las horas de los días que te faltan por salir, y no verte ya como eres, sino como te recuerdo, o como prefiero recordarte. Agrégale un dibujo, si quieres, un dibujo de lo que ves por tu ventana para que yo pueda ver lo mismo, para que por unos minutos me sienta en algo como te sientes tú, y ser tú.

Miénteme, que las mentiras a veces son un bálsamo, y a estas alturas, yo las prefiero a esta eterna culpa que me corroe. Miénteme, por favor, y dime que ya olvidaste, que ya no sabes quién llamó al sanatorio aquella noche de lluvia y que tampoco entiendes de dónde salieron las cicatrices que rodean tu muñeca.

Tomado de El caminante, versión on line.

*Fernando Araújo Vélez. Periodista y escritor colombiano.
Editor cultural del diario El Espectador

Narrativa

Siriana

*Felipe Orozco

El humo de los incendios es agitado por el mismo viento que peinaba las palmeras de la otrora bella ciudad de Aleppo.

El diestro reportero de guerras se agazapa en la terraza de un hotel en ruinas y observa a través de su cámara por los agujeros abiertos a morterazos. Ha descubierto por casualidad un francotirador a sus espaldas, que enfoca con la mirilla de un fusil. Quizá un M40 americano o un PSG alemán. Se gira instintintivamente, le apunta con su cámara pero no dispara. Sabe que la foto del miliciano no interesa a nadie: los tabloides están saturados de soldados sin nombre y ha dejado de importar, incluso, de qué lado luchan. Como el tirador, el fotógrafo está al acecho de una buena oportunidad. Al igual que él, ha de apuntar con su cámara sin parpadear, casi sin respirar, para que la presa no denote su presencia hasta el momento del disparo.

Su objetivo ahora es un niño que juega con un desvencijado balón en otra terraza y que caracoleando, celebra una y otra vez un gol que nadie ha visto. La cámara lo sigue hacia un lado y hacia el otra, corrigiendo permanentemente enfoque, velocidad y exposición. Y recuerda allí las palabras del francotirador serbio a las puertas de Sarajevo:

—Es difícil disparar sobre un niño.
«¿Por qué? ¿Tienes hijos?».
—No es por eso. es que se mueven mucho.

El reportero confía en su olfato de veterano corresponsal y, como si de otro tirador se tratase, espera en tensa calma. Su silencio ignora los cohetes que silban y retumban a lo lejos. Cuando suena el clic de la Nikon, el mundo entero y la guerra parecen haberse detenido. Ha capturado en un bellísimo claroscuro sobre los techos de la ciudad, ese momento largamente esperado, digno del premio Magnum: el instante en que el niño, aún en pie, es fulminado por la bala.

Tomado del libro Seré breve,
Minificción 20, Editorial Cuadernos Negros 2014
con el debido permiso del autor.

*Felipe Orozco,  Arquitecto, escritor y docente universitario colombo-español . 

Narrativa

Al otro lado del farol y entre la niebla

 *Paúl Hermann

La mayoría de los seres humanos de estos
tiempos somos sobrevivientes de una curva
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

¡RING! ¡RING! ¡RING!, sonó el teléfono como en canción de Sabina. «¡Mierda!», suspiré de mala gana, le entregué al Williamns el pitillo de marihuana y me levanté a contestarlo.
—¡Aló! ¡Mi amor! —era desde su trabajo, al otro lado de la ciudad, Augusta mi novia.
—¡Aló! ¡Vida! —le contesté, y aguardé, callado, a que me pidiera lo que viene pidiéndome todas las noches desde que un tipo al que no puede describir pero que imagino indio, de un metro sesenta y piernas arqueadas como el mango de un alicate, le robó la cartera e intentó arrastrarla, para violarla, hacia los arbustos que crecen a la orilla de la interminable pendiente que comunica a nuestro barrio con la carretera.
—Ahorita salgo ¿Podrías bajar a buscarme en media hora?
—¡Tch!, mi amor, ¡está lloviendo! —chasqueé la lengua. Traté de persuadirla a que subiera sola a cambio de esperarla con un plato de espaguetti y una copa de vino.
—Está bien —accedió. Pero como su está bien resonó en mis oídos con eco de que hijoputa eres y el Williamns aguardaba a que terminara de hablar envuelto en bufanda, terminé por decirle que bueno, te espero pero no tardes.
Bajamos conversando a gritos, repitiendo incesantemente: «¡Qué rico!» y riéndonos con la desesperación con que ríen los bebes cuando sus madres, sin saber que pueden volverlos locos, les rascan ¡agú! ¡agú! ¡agú!, las cada vez más amoratadas plantas de los pies.
Cuando el Williamns hubo abordado un autobús en movimiento, encendí un Marlboro y me senté a esperar, en uno de los escalones del paso peatonal, a que Augusta llegara.
«¿Y a éste qué le pasa?», escuché que decía alguna mujer abrazándose a su novio, guareciéndose bajo el puente. Y con razón, pues si bien no la sentía, la lluvia había adquirido forma de tornado y la niebla espesaba y descendía… ¡¡¡Bruuum!!!, como rayos…
La primera media hora, la esperé reflexionando sobre lo intolerante que hasta entonces había sido, prometiéndole a Dios o al Diablo, ¡lo juro!, comportarme mejor, pero cuando me quedé sin cigarrillos, empecé a desesperarme y a imaginarla al interior de un auto aparcado, chupándole el falo a algún imbécil que bien podía ser un compañero de oficina.
Entonces la vi -al otro lado del farol y entre la niebla- acercarse a la escalinata donde la esperaba, con la lentitud que se requiere para inventar una disculpa o recordar o ensayar lo que se ha pensado se va a decir.
—Mi amor —me dijo al llegar con la ternura con que en los funerales se dan palmaditas en la espalda —solo vine a decirte que no me esperes… el autobús en el que venía se estrelló en la curva.

A lo lejos, escuché las luces de una ambulancia…

Tomado del libro Puntos de fuga 
con el debido permiso del autor.

*Paúl Hermann, Quito 1973. Escritor, periodista y catedrático universitario.