Un lago lleno de tarántulas enormes con tentáculos de pulpo. Una de ellas sale justo en el momento que voy pasando por su orilla, me persigue. Corro desesperadamente, pero ella es más veloz que yo. Me alcanza. Siento como sube por mi pierna, grito pidiendo ayuda, pero nadie responde. De repente, un hombre de tez blanca, ojos verdes, cabello castaño, no muy alto, aparece recostado en la malla que cerca el lugar. Corro hacía él pidiéndole que quite de mi pierna la tarántula. El hombre, que no se aparta de la malla espera a que yo llegue hasta él, me toma por los hombros y me empuja hacia el lago. Mientras las tarántulas me devoran y yo grito aterrorizada, él se aleja lentamente con su mirada de odio.
Me despierta un grito, mi propio grito. La almohada está húmeda, estoy bañada en sudor, sobresaltada. Alcanzo el móvil para ver la hora. Tres y dieciocho de la madrugada. Tengo miedo, enciendo la tele, corro la cortina para que entre un poco de aire por la ventana. Un zancudo enorme sale de uno de sus pliegues.
Cinco horas atrás.
—¿Salimos un rato al bar?
— No, gracias. Con eso de que cada noche un conductor ebrio cobra una vida o dos o tres… prefiero quedarme en casa viendo una película. Ya la tengo programada, «Lo contrario al amor».
De ninguna manera se está a salvo.